El infierno
Por Joaquín Jinenillian y Pablo Molluso
(Primer cuatrimestre 2022)
12 de octubre y Zeballos en la ciudad de Avellaneda. Se ve desde lejos un cartel
azul que indica diversas localidades: Lanús, Dock Sud, el puerto… Sin embargo, un
nombre llama la atención: “El Infierno”, apenas unos pocos pasos delante del mismo.
Ahí permanece un edificio de amplias ventanas, construido con ladrillos, quizá un
poco escondido en el corazón de una gran urbe. Un silencio tan ruidoso como la Avenida
Mitre que no está tan lejos de aquí. Se abre la puerta. Varios retratos, hechos a mano y
pintura, algunos firmados, otros no lo están. La identidad de aquellas personas retratadas
parece muy lejana, pero a la vez tan familiar que una sensación extraña recorre nuestro
cuerpo. Ante los ojos, un largo pasillo que parece tener una historia que contar.
Cada paso es una información adquirida, un recuerdo ilustrado que jamás existió
en nuestra retina, sin embargo, se siente como si fuera propio. De repente, las pinturas
cesan para exhibir un mural gigante. Un mural gigante repleto de rostros acompañado de
una leyenda: “Memoria, verdad y justicia.” Hombres y mujeres, niños, adultos y ancianos
cuyas almas fueron arrancadas producto del último gobierno militar que azotó esta nación.
Diana, Carlos, Héctor, Luis, Azucena, Silvia… y una lista casi interminable. Cuando este
lugar parece el máximo grado de horror y memoria, remata la apuesta. Por delante, una
habitación hecha con madera. En la puerta, se exhibe un letrero: “Sala de tortura” un lugar
capaz de transmitir el dolor de aquellas violaciones a los derechos humanos que se han
realizado. Un cuadrado en mal estado, oscuro, repleto de marcas en cualquier sector de
las paredes, la pintura resquebrajada, y un techo que parece colapsar.
Esta sala de tortura da paso a otra habitación, más grande que las demás y al aire
libre, paredes escritas, rejas totalmente oxidadas, seis puertas verdes de pabellón dan lugar
para imaginarse lo peor. Una especie de cárcel con un tinte de negligencia cual prisión
abandonada hace 150 años, y solo pasaron 46. Calabozos en donde no caben ni dos almas
juntas en condiciones totalmente inhumanas, en un lugar que parece, está a punto de
derrumbarse. Sin luces, sin baños, sin duchas, sin nada de aquellas cosas que aseguran un
poco de dignidad a cualquier ser humano.
Estudiantes, trabajadores como lo podría ser un familiar, fueron víctimas de las
atrocidades cometidas en este profundo edificio que parece no tener fin, o al menos, el
impacto de dichos salones es tan abrumador que confunde, como si fuera una eternidad.
De aquellos que fueron víctimas, con suerte, quedaron algunos rastros. Otros, no contaron
con tal suerte. Sus nombres y sus rostros permanecen en plena exhibición, con la intención
de transmitir un gran mensaje, un mensaje de justicia y memoria que debe perpetuarse
tanto en esta sociedad como en las próximas.
Nunca más, para que ninguna identidad vuelva a ser quitada del recuerdo de otros
seres humanos. Nunca más, para que no se repitan aquellas torturas inhumanas que han
sido ejercidas. Nunca más.