De la burla al miedo
Por Verónica Rojas y Cinthya Vigliante.
(Primer cuatrimestre 2022)
Recuerdo como los días pasaban en la escuela secundaria media Nº9. El hecho que voy a contarles ocurrió en un curso donde aproximadamente éramos 20 alumnos y el centro de burla era un compañero al que apodaban “pantriste”, un chico de 19 años, un tanto mayor al resto, con mirada perdida entre medio de su rostro delgado y pálido, así lo tienen grabado mis vagos recuerdos.
Javier llegaba a la escuela y se sentaba en el fondo del salón, todos los días padecía hostigamiento por parte nuestros compañeros, escuchaba burlas, pero no respondía, las risas dentro del salón no cesaban. Los docentes solicitaban “¡silencio por favor!”. En unas de las tantas clases, donde el tema de aquel día eran los polinomios, el profesor explicó “luego de realizar la separación de términos, ¿Cuál es la operación qué resuelven primero?” ninguno de nosotros contestaba, uno de los chicos dijo: “A ver, pantriste, ¿vos qué opinas?” Y entonces estallaban las risas y Javier, en silencio una vez más.
Retraído y sin que nadie lo sospechara, estaba planificando su “venganza”. Era notorio que necesitaba ayuda, pero nadie se la otorgaba, estaba excluido por todos dentro de la institución. Casi no asistía a clases, cuando lo hacía, se lo escuchaba hablando solo y haciendo gestos raros con las manos sin participar de las clases. El 4 de agosto de 2000 a las 13 horas mientras todos salíamos de la escuela, un compañero lo agarró bruscamente de la campera, él se dio vuelta, empujó al compañero, yo estaba ahí tieso, con temblores, creo que hasta me puse pálido, no me podía mover del lugar, cuando de repente Javier se expresó “¡Ahora me voy a hacer respetar!”; sacó un arma de su mochila y disparó tres veces, una bala se perdió en el aire, otra rozó la oreja de un compañero, ahí comenzaron los gritos y corrida, yo tenía la mirada nublada, pero corrí junto a la multitud, fue en ese momento que escuché el último disparo, ese fue el que impactó en el cráneo del chico, que lo molestó anteriormente, ocasionándole la muerte tres días después en el Hospital Fiorito, de Avellaneda.
La institución educativa quedó devastada, revolucionada y estigmatizada por los medios de comunicación. Los años siguientes, el miedo de que volviera a ocurrir estaba presente en las aulas, el silencio fue el protagonista, las miradas de los estudiantes eran desoladoras, no mencionamos el tema durante un largo tiempo, luego hicimos talleres con temas relacionados a la violencia. Este episodio visibilizó la violencia psicológica en las escuelas y a la que son sometidos muchos de los alumnos por sus propios compañeros.
“Cabe mencionar que en el tiempo transcurrido hasta el día de hoy se hicieron relevamientos y jornadas; se aprobaron leyes-como la de promoción de la convivencia y el abordaje de la conflictividad social, ley n°26.892, la cual creó el observatorio de violencia escolar del ministerio de educación; se elaboraron protocolos y programas específicos. Pero el fenómeno subsiste y también las situaciones de maltrato, burla, aislamiento y discriminación entre alumnos”, señalaba un artículo del diario La Nación, publicado veinte años después. El hecho marcó un antes y después, algunos nos cambiamos de escuela, otros tantos abandonaron los estudios secundarios. El director se encuentra tanto a la entrada como a la salida de los estudiantes, diciendo “chicos, ingresen no se queden afuera” “cada uno se va a su casa, nadie se queda dando vueltas por acá”.