Un mar de vidas
Por Gastón Castillo
(Primer cuatrimestre 2020)
La vida de Francisco era sumamente rutinaria. La oficina, las tareas del hogar, algún encuentro con amigos, la cena en solitario de los jueves en la barra de Banchero. No tenía aficiones extravagantes, no practicaba deportes y no era un gran amante del cine.
Había un solo momento del año, a principios del verano para ser exactos, que él anhelaba más que nada en este mundo. Únicamente ahí podía sentirse completamente realizado. Era en sus vacaciones en la Costa Atlántica.
A diferencia de la mayoría de la gente, a él no le gustaba la pesca, ni tomar sol o mucho menos tocar el agua con los pies. Disfrutaba en soledad, sentado en la tranquilidad de la playa, muy tempranamente, con una aparente mirada perdida en el amanecer.
Francisco se ocupaba del mar.
No hubo situación particular en su vida que fuera causal de tal fascinación. De muy chico había aprendido a observar y admirar el vaivén de la marea con vehemencia. No tenía siquiera recuerdo alguno de haber hecho castillos de arena. Él simplemente se perdía ensimismado imaginándose ante tal inmensidad. Se lo podía observar totalmente compenetrado en esos otros roles, pareciendo perderse inmerso en esa masa de agua salada que ocupa casi la totalidad del planeta. Era precisamente ese juego entre imaginación y mar su propio paraíso terrenal.
Podía verse siendo un pescador, un navegante, un náufrago o un tripulante de un buque de guerra. Daba igual qué rol desempeñara mientras que los desafíos que se presentaran transcurrieran dentro del agua. Cada uno de sus sentidos parecía estar compenetrados totalmente con su fantasía. Era tan fuerte la conexión que sentía que prácticamente el resto del entorno no importaba.
Es que, en esta vida vertiginosa donde el mundo pareciera no parar nunca, donde los objetivos se miden por logros materiales, donde las relaciones personales tienen una fragilidad de cristal, ponerse en el lugar de personas que nunca sería, que transcurrían su vida tan ligados a ese mar que admiraba inmensurablemente, lo desconectaba por momentos de su realidad, lo ayudaba a engañar su pena, le cargaba energías para lo que significaba su absurda rutina del resto del año.
Perderse en la perfecta imperfección del romper del oleaje, disfrutar de forma egoísta de tal imponente contenedor de vida, vigilar algo que por su fuerza no podría detener nunca, forjar nuevas autobiografías jugando enfrentar algo que jamás ocurriría. Ese era el uso que Francisco había encontrado para el mar.
¿Quién podría cuestionarlo? ¿Acaso hay una receta para enfocar los pensamientos? Así como hay personas que concilian el sueño contando ovejas, él fantaseaba y calmaba sus demonios mientras enumeraba olas. Es que, al final, como sostenía el poeta Javier Krahe: “Mal mirado, el mar es una redundancia”.