Un lugar maravilloso
Por Fiorella Taybo
(Primer cuatrimestre 2020)
“Miles de personas han sobrevivido sin amor; ninguna sin agua”-W.H. Auden.
Pasaron los años y siempre vuelvo a este lugar, donde los recuerdos de mi infancia, que aparecen frescos y nítidos, me ponen nostálgica.
El cantar de los pájaros como fondo y la brisa veraniega me llevan a aquellas épocas en las que vivía en esa estancia, donde la ganadería estaba en su mejor momento y toda la hectárea estaba adornada de verde. Un lindo recuerdo aparece y visualizo a unos metros una versión mía de ocho años, correteando entre los naranjos, trepando los paraísos y observando cuántas rosas florecieron. También, escucho el llamado de mi mamá desde la puerta de casa con el característico balde viejo en mano; me veo correr hasta ella, para agarrarlo, y emprender el camino hacia donde mi yo actual se encuentra.
Situado a mi lado, observo con emoción el molino que permaneció en este lugar por más de cuarenta años funcionando perfectamente: mi joven yo mete un brazo en la gran fuente para sentir la temperatura del agua, porque sabe que si estaba muy fría, mamá tenía que poner a calentarla un poco y así podríamos bañarnos sin problemas. Otras veces, en días en los que el sol se encontraba tan radiante que llegaba a entibiar toda el agua del molino, no podíamos refrescar a los caballos o beber de él.
Me veo a mi misma metiendo el balde en la fuente; instintivamente, recuerdo la voz de mamá: “Marlene, no cargues mucho que después te pesa el balde y no podes traerlo”. Siempre me pasaba lo mismo: terminaba mojándome toda. Otro recuerdo llegó a mí como un flash y cambió el escenario: ya no me encontraba sola con mi reflejo de niñez. El clima despejado y soleado poco a poco cambió: un nubarrón avecinaba una fuerte tormenta, a juzgar por el frenesí con el que las aspas del molino giraban.
Mis padres venían con un balde y herramientas: era el momento indicado para abrir las tuberías terrestres, lo que permitía que el agua del molino corriera con facilidad hasta los bebederos de los corrales, para luego llenar el pequeño aljibe que estaba más cerca de nuestra casa. Una vez vine con mi papá a juntar agua y le pregunté cuál era la razón de abrir las tuberías cuando llovía y no dejarlas abiertas todo el tiempo, así no teníamos que caminar tanto con aquellos pesados baldes, cuando podíamos ir al aljibe directamente. Me miró con una sonrisa y respondió: “Si hubiese dejado la cañería abierta en este lugar, nunca habrías venido a conocerlo; no sabrías de la importancia que tiene el molino en la estancia y, mucho menos, habrías encontrado tu lugar favorito, que es el corazón de la estancia”.
Y la verdad es que tuvo razón. Al fin de cuentas, el molino no solo fue un lugar maravilloso para mí, sino para todos, entregándole vida a aquel que lo rodeara.