¡Qué se largue a llover en el Atacama!
Por Pedro Álvarez
(Primer cuatrimestre 2020)
Andrea ya sentía que su alma estaba deshidratada; había estado caminando por ocho horas en el Atacama, luego de que al auto le fallara la batería. Joana, su amiga, había insistido en salir bien lejos de la ciudad. Le había dicho: “Dale, vení conmigo, que si no ¡voy sola!” y -como ella tenía problemas de movilidad- Andrea no quiso dejarla ir sola al medio del desierto, por si le pasaba algo. Sabía también que ella lo haría en serio: Joana siempre había sido muy aventurera.
Como tenía dificultad al caminar, Joana se quedó al lado del auto mientras Andrea salió en busca de ayuda. Andrea estaba tardando mucho más en encontrar gente que lo que esperaba y en su cabeza empezaron las preocupaciones: Quién sabe cómo su amiga se encontraría ahora, después de tanto tiempo bajo el sol. El auto se había parado a las seis de la mañana y ya eran las dos de la tarde. Andrea se había llevado tres botellas de agua para ir a buscar ayuda, mientras que Joana sólo conservó dos. Había sido su idea el llevarse más cantidad de agua: después de todo, era lógico era que como ella estaría caminando más, iba a necesitar más; sin embargo, Andrea sentía culpa. Además, a esta hora, el sol pegaba más intensamente. Sentía cómo el sol le quemaba la piel. Tenía puesto una especie de kufiyya provisoria que se había hecho con la remera, pero resultaba insuficiente. Ya hacía rato que se había terminado de tomar el agua y sentía la boca seca, hasta la lengua y las encías. Le costaba mucho tragar. Siguió caminando: eran las cuatro y el desierto seguía igual. Ya no tenía idea si estaba yendo en la dirección correcta, ni cuánto faltaba, ni nada. Le estaba costando mucho seguir caminando. Comenzó a pensar en la posibilidad de no poder salir viva del Atacama. De Joana, ni quería pensar: en su mente existía la probabilidad de que su amiga hubiese muerto deshidratada. Pensó: “Y yo que no te quería dejar sola”, al tiempo que cayó una lágrima, inmediatamente absorbida por la piel de su mejilla.
A las cinco colapsó su cuerpo y cayó en la arena, vencida; recordó que -hacía mucho tiempo- su profesora de geografía había dicho que durante la era del hielo el Sahara no era desierto, sino una tierra fértil donde llovía con regularidad. Se rió -como pudo- y pensó: “¡Que se largue a llover acá!”. Por alguna razón dudaba que el Atacama pudiera alguna vez haber sido otra cosa que desierto. Lo sentía infinitamente árido incluso a través del tiempo. Con la poca fuerza que tenía, se dio vuelta para mirar al cielo y quedó en esa posición varias horas. Eran las ocho y todavía seguía viva: se estaba poniendo el sol. ¡Cuánta ironía! Qué hermoso era el atardecer para ella: en su vida diaria salía siempre al balcón para verlo, aunque era muy distinto: en la ciudad la luz del sol se mezclaba con el cablerío, la gente alrededor hablando, algún árbol ocasional. Aquí nada, lo único que podía ver eran dunas, montaña y el cielo que, a este punto, se estaba poniendo violeta. Cansada, cerró sus ojos y se resignó a perder la conciencia.