Una vida sin color
Facundo Benitez y Marcelo Rey
2do cuatrimestre 2017
En la localidad de Domselaar, Partido de San
Vicente en la Provincia de Buenos Aires, se encuentra una institución tan
antigua como particular. El Hogar Gallego para Ancianos fue fundado en el año 1943 por un grupo de gallegos
solidarios y motivados por un hecho muy significativo: en el año 1942 una
anciana gallega, natural de Ourense, falleció en una calle de Buenos Aires a
causa del frío que en aquel momento estaba padeciendo el país; esto impulsó y
animó a sus fundadores a crear una casa de recogimiento y amparo de los más
necesitados.
En la recorrida
por el lugar, cámara de fotos en manoporque así lo ameritaba la situación, nos
fuimos cruzando con el personal a cargo que nos describía las distintas partes
del hogar, ycon los abuelos; los contadores de historias, los responsables del
recuerdo.
Luego de un rato
de paseo guiado tuvimos la oportunidad de recorrer solos cada uno de los
ambientes. Al encarar uno de los pasillos se presentó una imagen absolutamente
destacable, perfecta para la captura del obturador. Uno de los huéspedes se
encontraba sentado en una banqueta de madera con una posición corporal y un
gesto desolador. Nos acercamos.Al sentir nuestra presencia la imagen se transformó.Nos
miró casi sorprendido, lo saludamos. Nos respondió amablemente. No hacía falta
escuchar más que un “Hola ¿Qué tal?” para notar que su acentose correspondía con el
lugar. Su buena predisposición dio lugar a la charla.
Empezamos
tanteando la situación, con preguntas y comentarios de ascensor.Cuando ya era
bueno el nivel de cercanía y distensión le preguntamos su nombre, y, no sabemos
si por prever nuestra intención, o por la simple necesidad de compartir su historia,
nos la contó.
Manuel FernandezBlanco,
tiene 85 años.Nació en 1932 en Combarro, un pueblo pesquero en la provincia de
Pontevedra. Al igual que muchos de sus compañeros en el hogar llegó a nuestro
país como parte del exilio republicano español, la gran
emigración que provocó la post guerra. “-Vine a los veintitantos años- dijo él”. Frunció las cejas en señal de molestia
por la falta de precisión. Nos contó que trabajó de mozo, de albañil, de
camionero,y llego a ser parte importante de una empresa de transportes. Hizo
gran hincapié en su fiel relación con su
cultura natal y su constante participación en instituciones ligadas a la
colectividad gallega en Argentina. Nunca dijo nada acerca de su familia, y
recordando la imagen que motivó la charla no preguntamos sobre el tema.
Antes de irnos
le preguntamos cómo lo trataban en el
hogar. La respuesta fue breve, sonó sincera, y no tuvo ninguna intención de
exagerar la expresión:
– Bien…me tratan bien.
Cuando
empezamos la recorrida con el personal, una de las enfermeras nos contó que es
muy común que después de un tiempo, los familiares de algunos abuelos dejen de
ir a visitarlos, o empiecen a hacerlo cada vez con una frecuencia menor.
Recordando este dato, luego de charlar con Don Manuel, fuimos hasta donde
estaban almorzando los empleados para preguntarles por él, para compartir
nuestra foto con ellos y quizás escuchar algo que explicara lo que salía a
gritos de la imagen.
Accedieron
a nuestra consulta y nos contaron que Manuel es viudo, que tiene una hija que
fue quien lo llevó hasta ahí, pero que aparece muy de vez cuando y apenas habla
con su padre unos minutos, apurada, como cumpliendo con una obligación
inevitable y molesta. La foto se volvió más gris.
En
cualquier sociedad democrática se supone que las personas mayores, los abuelos,
tienen que tener ciertos derechos garantizados por el Estado que incluyen el
derecho a una vida digna y el respeto social entre muchos otros. Lo que no puede un Estado, ni tampoco la
buena intención de un hogar, es salvarlos del castigo individual de las
personas, de la falta de interés de sus familias, de la tristeza en el ocaso.
Es
nuestra responsabilidad respetar la vejez y acompañarla.No podemos hablar de
vida digna y respeto hasta no lograr que la foto vuelva a tener color.