Melodías de antaño
Por Abigail Nahir Loisotto
Segundo cuatrimestre 2016
Si lo vieran caminar por ahí, con su pucho en la boca, lanzando nubes de humo. Si lo vieran caminar por ahí, con su andar tan tranquilo, su sonrisa medio de lado y sus ojos azules, esos ojos que atraviesan almas, que transmiten tanto, pero que ocultan más. Si lo vieran caminar por ahí, con la mente al parecer perdida, pongan en duda su percepción, porque él observa, observa y siente, como nadie antes.
Dicen, quienes lo conocieron de chico, que siempre fue un poco tímido, reservado, oculto.
Cuando comenzó a los 10 años a tocar la guitarra, nadie dudó que sería bueno. Bueno, en realidad, nadie dudó porque no se lo plantearon. “Los dones se heredan”, decían los grandes, y tenían razón. Con un padre músico, y toda una generación de tíos dedicados a este arte, era de esperar que fuera bueno, pero no tanto. Poco después de la guitarra pasó al piano. Sí, encaró ese instrumento viejo, pero bien cuidado, que estaba en su hogar. Se sentó frente a esas 86 teclas, algunas negras y bastantes blancas, y allí sucedió, allí se enamoró. Allí encontró su lugar en el mundo, allí entendió cómo comunicarse, cómo transmitir esos sentimientos que hasta hace tan poco tiempo atrás eran tan difíciles de expresar. Allí comenzó su viaje.
El gusto musical heredado de su padre, a quien admiraba y consideraba su héroe, fue reflejándose cada vez de una manera más fuerte en sus bandas y canciones, con su estilo jazz-blues siempre alegró cada reunión donde hubiera un piano. Ese gusto tan particular por la música que nos lleva a escucharlo cada vez que se sienta, todo serio, en un piano y comienza a tocar.
Esas melodías improvisadas que sus dedos tan ágiles consiguen arrancar como si fuera lo más simple del mundo, como si fuera caminar o respirar. Esa forma de entregar su corazón, su vida, su ser, a la música que inspira a tantas personas, que hace surgir el deseo de comenzar a tocar el piano, de crear, de vivir, de respirar.
Hay quienes tocan para ganar dinero, quienes lo hacen para ganar mujeres y quienes simplemente lo hacen por el puro amor al arte. Él es de los últimos, aunque si le preguntáramos probablemente admitirá que le encantaría vivir de su música, pero sólo por el hecho de poder tocar siempre sin parar.
Hoy, es normal encontrarlo en cualquier reunión familiar, verlo acercarse sigilosamente al piano, como si ambos tuvieran un imán invisible que los atrae. Ese piano, que fue el parque de juegos de muchos de nosotros, que es su parque de juegos. Ese piano, cansado de que lo toquen, pero que responde tan perfectamente a sus dedos, a sus melodías. Ese piano Baldwin, adquirido para que él enseñara a su sobrina este arte tan preciado, pero que terminó desistiendo porque “una habilidad así no se puede enseñar, sino vivir, y sólo si realmente quieren vivirlo”. Alrededor de este piano, que hoy es parte de todas las reuniones familiares, es donde nos reunimos todos a escuchar esas melodías tan entrañables, tan sensibles. Este piano, con teclas gastadas que, aunque bien cuidadas, muestran el correr de los años, siempre nos recordará esos dedos hábiles y sensibles que nos transmitieron y transmiten tanto.
Y ahí lo vemos prender un pucho, correr el banco, descubrir las teclas y comenzar a crear, a improvisar. Comienza a transportarnos a un lugar seguro, conocido. Nos lleva a nuestros ancestros, nos remonta a la familia. Por este motivo le decimos “el bohemio”. Tío Claudio, el bohemio.