Florecer en invierno
Javier Montero
Segundo cuatrimestre 2016
Durante la tarde del lunes 9 de julio de 2007 nevó. Javier vio la nieve por primera vez. Quiso tener un recuerdo de ese momento, quiso tener una foto, una foto que a modo de herencia diera a sus hijos (si alguna vez fuese a tenerlos) y así poder transmitir lo que estaba sintiendo en ese momento de su vida. Pero no tenía cámara así que se resignó a grabar la imagen en su memoria.
Mercedes Argentina Peralta nació en un pueblo olvidado de Santiago del Estero en el año 1947. La relación con sus padres fue efímera; a los 6 meses de nacida fue “entregada” (como se acostumbraba en la época debido a la falta de trabajo) a una pareja a quien ella consideró sus padres, a pesar de conocer la situación. Criaron de ella Don Segundo y Doña Estela. Merceditas, “la niña adoptada” como le decían en la escuela, amaba los recreos por el simple hecho de salir al patio a deslumbrarse con las plantas que tenían flores de colores, soñaba despierta que estaba en su casa. El ensueño no le duró mucho, a los 12 años se vio obligada a abandonar la escuela para empezar a trabajar. A los 18 años, mientras trabajaba en los campos santiagueños como recolectora de algodón, conoció a quien sería el hombre de su vida, Victorio. Se enamoraron y 6 meses después se casaron, y al año ya incursionaban en los deberes parentales con su pequeña Gladis. Con la inminente llegada de Jesús, su segundo hijo, y la insistencia de Luis, hermano de Victorio, la pareja decidió probar suerte en la famosa Buenos Aires.
Llegaron en pleno invierno de 1968. Alquilaron una casa que Luis había gestionado a los “tórtolos”, como él llamaba a la joven pareja. Pasaron dos años en esa casa, Victorio consiguió trabajo estable en una prometedora curtiembre que acababa de abrir en Avellaneda mientras Mercedes limpiaba casas de familia. Consiguieron una casa mejor, casa que Mercedes adoró desde el primer minuto porque tenía espacio donde colocar su jardín. Pasó la vida, sus hijos crecieron, tuvieron hijos y volaron del nido. Mercedes, que para ese entonces había adquirido el estatus de “Doña”, se dedicaba a su trabajo, a su marido, a su nieto mayor (que vivía con ellos) y a su jardín.
Javier Montero nació en 1988 y tuvo una infancia feliz, según recuerda. Se crió con su familia, rodeado de cenas constantes en casa de sus abuelos, navidades multitudinarias y cumpleaños con muchos amigos del barrio. Al cumplir 15 años, sus padres decidieron regalarle su primer celular, que generó la envidia de sus primos y amigos, ya que fue el primero del grupo en tener uno. A Javier nunca le había importado mantenerse actualizado en cuestión de la tecnología hasta que descubre, un año después, una cámara digital que su madrina había comprado para sacar fotos en el cumpleaños de 15 de su hija. Javier se maravilló con la pantallita que dejaba ver las imágenes que uno capturaba. Pero la maravilla nunca pasó a mayores, Javier nunca tuvo una cámara digital, no tuvo un celular con cámara hasta sus 21 años cuando pudo comprarse uno gracias al trabajo que realizaba en un call center.
En junio de 2007, luego de años de diagnóstico de Mal de Chagas y problemas en sus riñones, Mercedes es llevada al hospital más cercano debido a una descompensación. Después de unas horas es trasladada al Hospital Argerich donde le fue decretada su sentencia de muerte: sus riñones ya no le funcionaban y una operación era imposible debido al excesivo tamaño de su corazón provocado por el Chagas. Casi un mes después, la mañana del 9 de julio de 2007, fallece. La última persona que la vio con vida fue su nieto, el nieto a quién ella había criado, su “tercer hijo”, Javier. Sus últimas palabras, la madrugada de ese día de nieve antes de dormirse, pedían por el cuidado de su jardín.
Javier sale esa tarde del hospital donde estaba su abuela ya muerta, la nieve lo castiga. Siente placer y tristeza al mismo tiempo. Piensa en lo significativo que será para él ese día, lo que le generaría la nieve cuando la volviese a ver, la asociación inevitable al dolor más grande de su vida.
Hoy, 9 años después, el recuerdo de su abuela lo despierta. Un nuevo nefasto aniversario. Sale de la casa en donde vivió junto a sus abuelos, se dirige al trabajo. Al salir levanta la mirada y descubre rosas y pimpollos en su esplendor, en el jardín que su abuela tanto quiso. Saca su celular, toma una fotografía y su ánimo sentencia que va a ser un gran día.