Cincuenta años después, otro sueño
Por Pablo Benítez
Segundo cuatrimestre 2016
Una tarde de agosto de 2016, el tren eléctrico se detiene en la vieja estación de Bernal.
Bajo apresurado, voy justo sobre la hora a cursar mi primer día de estudiante universitario. El paso apurado, nervios, ansiedades y tantas sensaciones que me atraviesan, no impiden que al llegar a la esquina de Espora y Crámer, me invadan inmediatamente, imágenes del tiempo que fue.
Flaco, con no más de un metro cuarenta, dientes blancos y grandes para sonreír sin pudor, pelo lacio, rapado en sienes y nuca y un jopo al frente que caía, inexorablemente, sobre los ojos. Fines de los `60, cómo no recordar que durante dos años, miércoles y sábados, recorría junto al “Negro” Ángel y “Carozo”, dos amigos de entonces, este camino que nos llevaba a las canchas que el Club Juventud de Bernal tenía allá abajo, a la vueltita de Espora, enfrente, sobre la última calle. Más allá, el campo; después, el río.
En ese lugar practicaban las divisiones inferiores del Quilmes Atlético Club. Sin falta, dos días a la semana, llegábamos con un bolsito “Comet 4” azul, no recuerdo bien, si prestado o “hurtado” a mi hermano mayor, con escasa y humilde ropa de fútbol.
¡Todo era una aventura! El viaje en tren desde Ezpeleta era una feliz y nerviosa experiencia. Veinte cuadras separaban mi casa de la estación.
Para chicos de doce años, viajar solos, aun en aquellos años, implicaba algunos riesgos. Lejos de eso, salvo las maldiciones de algún vecino molesto por un “ring raje”, esas veinte cuadras eran sólo diversión. Subir al viejo tren diesel de vagones oscuros y fríos, con asientos de madera, en segunda clase, nos daba una independencia y libertad absolutas. Después entendería que sólo era eso, un viaje de pasajera libertad en un país sin tantas libertades, ni siquiera pasajeras.
Bajar en Bernal, el paso a nivel, la plazoleta a la izquierda, llegar al cruce de Crámer y allí dos fábricas enormes que empleaban a miles de obreros. Bajábamos corriendo las cinco o seis cuadras hasta el final de la barranca, los adoquines de la calle despareja me hacían doler los pies, calzados con “Flechas”, casi siempre gastadas.
Llegábamos al entrenamiento. Ahí estaba Napoleón, nuestro técnico, algo petiso, morrudo, siempre bronceado y de cabello engominado, con bigotes tupidos pero muy prolijos y de anteojos redondos, que nos hacía recordar a un actor de cine, (y si de cine se trataba, él era un experto, ya que trabajaba por las tardes como acomodador y golosinero del cine Cervantes de Quilmes). Con él soñábamos llegar a ser famosos jugadores de fútbol, no había nada más importante.
Los diarios titulaban algo así como que un paso del hombre había sido un inmenso hito para la humanidad, cuando Neil Armstrong apoyó un pie en la superficie lunar, pero, ¿qué nos importaba? Nosotros pisábamos, gambeteábamos y tirábamos cañitos con nuestra luna de cuero número cinco.
Hoy, a un lado de Espora, grandes portones de empresas de logística que requieren de muy poco personal, casi todos de vigilancia y seguridad; en la vereda de enfrente, en lo que eran las naves de la antigua papelera, el edificio remozado de la nueva versión del “Chaparral”. Aquí empiezo a cursar mi carrera.
Cuarenta y ocho años después, vuelvo a recorrer la misma esquina con las ansias de un niño ávido por cumplir un sueño.
¡Andá, Angelito! ¡Vayan bajando, Carozo! ¡Yo entro, doy el presente y los alcanzo!